La explosión

El piso once de la Torre Ejecutiva de
Pemex se cimbró por tres segundos, justo unos minutos antes de las
cuatro de la tarde.
-Temblor -dijo Nicanor, como si
estuviera contemplando en la televisión lo que ocurría, y no
sintiéndolo estremecer sus pies.
-Fue muy corto para ser un temblor
-opinó alguien, que se aproximó de inmediato a la ventana. También
Nicanor fue hacia allá para fijarse si había algo extraño abajo.
No pudieron ver nada porque el humo que ascendía desde el rumbo del
edificio B2 ocultaba el resto del complejo.
“¡Demonios!, ¿por qué no tengo una
cámara a la mano?”, pensó Nicanor.
En las otras oficinas la gente ya
estaba dejando todo para dirigirse a las escaleras de emergencia,
pues el suministro de corriente eléctrica se había detenido.
De los pisos superiores e inferiores,
cientos de personas habían saturado la escalera. Al pasar por el
piso siete ya se percibía un intenso aroma a plástico y papel
quemado pero todos avanzaban lento, de manera que a Nicanor le tomó
cinco minutos llegar a la parte oriente de la explanada principal.
Desde ahí se veían reventados los ventanales del edificio B2, justo
frente a la cabeza de Lázaro Cárdenas. También el edificio B1 se
notaba dañado.
El estómago de Nicanor estaba hecho un
nudo porque no había probado bocado desde las siete de la mañana y
el penetrante olor del incendio había terminado de revolverlo.
-Dicen que explotó un generador.
-Tendría que ser un generador enorme
para tener esa fuerza explosiva -contestó-. No es posible que se
haya tratado de un accidente.
Mientras observaba los fierros
retorcidos de los soportes de las ventanas sonaban sirenas de
ambulancias y carros de bomberos. Alguien gritó su nombre cerca del
punto donde estaban evacuando a miles de personas por el lado de la
calle Bahía de Banderas y él se unió a su grupo aunque quería
acercarse a observar los escombros.
Caminaron hasta Marina Nacional, donde
unos guardias de seguridad empujaban sobre una silla de oficina con
rueditas a un hombre que sangraba, a quien le habían aplicado un
torniquete improvisado con un trozo de tela. Unos metros más
adelante, justo frente al rostro de Lázaro Cárdenas, había
ambulancias entrando y una mujer con hemorragias gritaba.
“Si esa mujer estuviera grave no
podría ni gritar”, pensó Nicanor, “con tanta ambulancia debe
haber un chingo de heridos”.
Por todo el patio principal había
despojos regados, los policías apenas estaban llegando para agilizar
el paso de los otros vehículos de emergencia, las calles aledañas a
Pemex estaban plagadas de gente con los rostros desencajados y la red
telefónica, saturada. Quienes habían logrado enlazar su llamada
parecían alelados junto al teléfono, sin poder articular palabra o
sólo sollozando, los ojos vidriosos, la mirada perdida, el paso
errático.
El personal de seguridad de la
paraestatal tampoco sabía qué hacer: todavía varios minutos
después de la explosión que sacudió los edificios de la petrolera
habían dejado a la gente ingresar con normalidad, incluso los
elevadores de algunos puntos continuaban funcionando pero los pisos
superiores estaban desiertos.
-¡Ya no dejes pasar a nadie, güey!
-se había escuchado, por fin, gritar a uno de los guardias que
custodiaban uno de los ingresos por Bahía de San Hipólito.
“Sólo ahora comprendo lo que ocurrió
aquel once de septiembre en Nueva York”, se dijo Nicanor, “pero
hasta en esto somos tercermundistas”.
Los paramédicos pasaban histéricos
por todas las calles aledañas, que ya estaban siendo acordonadas,
mientras vociferaban por los altavoces de sus vehículos: “¡quítense,
quítense, abran el paso!”.
Si la ciudad de México le fascinaba a
Nicanor era porque el caos siempre presente nunca dejaba de
sorprenderlo a uno. La tarde enfriaba y sobre los ventanales del lado
poniente de los edificios el sol se derramaba sangriento.

Acerca de Nicanor Arenas Bermejo

Palabrista palabreante de palabras
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